martes, 9 de julio de 2013

Memoria olfativa

Cuando leyó el libro "El perfume" quedó fascinada con la descripción del personaje porque se identificaba con él. Había gente que le molestaba por su olor, y unos más con los que sentía que la temperatura le subía cuando se acercaban a ella y percibía el aroma de su loción mezclado con su humor particular; cuando cocinaba, lo que más le gustaba era la mezcla de olores que emanaban las cacerolas y los sartenes, y esa era la razón por la que tenía macetas con manzanilla, hierbabuena, albahaca, tomillo, romero y orégano cerca de la ventana.
Recordaba exactamente el perfume favorito de papá, que olía a maderas y hierba, y detestaba el perfume de mamá, que le picaba en la nariz y le dejaba una extraña sensación en la garganta.

Cuando se enamoró por primera vez lo hizo del aroma de la piel de Ramón, a cítricos y miel, años después conoció a Santiago y no pudo dejar de pensar en su olor a cedrón, pero el olor que más le gustaba de todos era el de Felipe, que olía a una mezcla de agua de lluvia, con pasto y agua de mar.

Como todos los sabores y olores, la esencia olfatoria de Felipe la llegaba a hostigar. Entonces es que pasaba más tiempo con Carlos, que tenía un olor que le resultaba distractor. Procuraba acercarse lentamente cuando lo saludaba para percibir el mayor tiempo que pudiera su a tierra mojada y a nubes a punto de soltar un aguacero.

Él se quedaba quieto y permanecía unos segundos abrazándola, clavando la nariz cerca de su cuello perfumado a flores. En esos instantes se preguntaba cómo cambiarían los aromas de su piel en distintas horas del día. Siempre temía percibir un aliento metálico por la mañana o una esencia fétida emanada por la piel en alguna hora de madrugada, por lo que prefería los encuentros fugaces de tiempos limitados o en el último de los casos, la graciosa huida sin temor por averiguar si aquello acabaría oliendo a pastel recién horneado o a líquido sulfuroso procedente del mismísimo infierno.

Siempre que se encontraba en una situación peligrosa con Olga terminaba corriendo con cualquier pretexto, ella lo notaba y se quedaba con el estómago revuelto y las ansias recorriéndole la espalda.

Aquella noche estaban en una reunión en la que se festejaba el cumpleaños de un amigo que tenían en común. Se habían visto al entrar y se saludaron de lejos hasta que después de un rato estaban cerca y se hicieron una mueca de reconocimiento. Olga dio dos pasos hasta quedar con la mano extendida cerca de su antebrazo.

Se fue la luz y todo quedó en penumbras.

Las voces de los asistentes no se hicieron esperar. Entre risas y silbidos alguien sacó un encendedor  y otros más buscaron rápidamente las pantallas de los celulares para alumbrar un poco.

La luz regresó a la habitación. Carlos y Olga habían desaparecido.


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