Cuando leyó el libro "El perfume" quedó fascinada con la descripción del personaje porque se identificaba con él. Había gente que le molestaba por su olor, y unos más con los que sentía que la temperatura le subía cuando se acercaban a ella y percibía el aroma de su loción mezclado con su humor particular; cuando cocinaba, lo que más le gustaba era la mezcla de olores que emanaban las cacerolas y los sartenes, y esa era la razón por la que tenía macetas con manzanilla, hierbabuena, albahaca, tomillo, romero y orégano cerca de la ventana.
Recordaba exactamente el perfume favorito de papá, que olía a maderas y hierba, y detestaba el perfume de mamá, que le picaba en la nariz y le dejaba una extraña sensación en la garganta.
Cuando se enamoró por primera vez lo hizo del aroma de la piel de Ramón, a cítricos y miel, años después conoció a Santiago y no pudo dejar de pensar en su olor a cedrón, pero el olor que más le gustaba de todos era el de Felipe, que olía a una mezcla de agua de lluvia, con pasto y agua de mar.
Como todos los sabores y olores, la esencia olfatoria de Felipe la llegaba a hostigar. Entonces es que pasaba más tiempo con Carlos, que tenía un olor que le resultaba distractor. Procuraba acercarse lentamente cuando lo saludaba para percibir el mayor tiempo que pudiera su a tierra mojada y a nubes a punto de soltar un aguacero.
Él se quedaba quieto y permanecía unos segundos abrazándola, clavando la nariz cerca de su cuello perfumado a flores. En esos instantes se preguntaba cómo cambiarían los aromas de su piel en distintas horas del día. Siempre temía percibir un aliento metálico por la mañana o una esencia fétida emanada por la piel en alguna hora de madrugada, por lo que prefería los encuentros fugaces de tiempos limitados o en el último de los casos, la graciosa huida sin temor por averiguar si aquello acabaría oliendo a pastel recién horneado o a líquido sulfuroso procedente del mismísimo infierno.
Siempre que se encontraba en una situación peligrosa con Olga terminaba corriendo con cualquier pretexto, ella lo notaba y se quedaba con el estómago revuelto y las ansias recorriéndole la espalda.
Aquella noche estaban en una reunión en la que se festejaba el cumpleaños de un amigo que tenían en común. Se habían visto al entrar y se saludaron de lejos hasta que después de un rato estaban cerca y se hicieron una mueca de reconocimiento. Olga dio dos pasos hasta quedar con la mano extendida cerca de su antebrazo.
Se fue la luz y todo quedó en penumbras.
Las voces de los asistentes no se hicieron esperar. Entre risas y silbidos alguien sacó un encendedor y otros más buscaron rápidamente las pantallas de los celulares para alumbrar un poco.
La luz regresó a la habitación. Carlos y Olga habían desaparecido.
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