Se dejó caer en la cama. Su cuerpo flotó liviano hasta tocar
el colchón. Suspiró de satisfacción.
-¿Por qué lo nuestro no funciona?
-Porque no queremos que funcione.
Ella volteó a verlo y decidió que no iba a decirle lo que creía:
que él tuvo miedo. En cambio, decidió enfocar su atención en los hilos azules
de la costosa sábana azul con la que se cubría. Veía el entramado de las fibras
y se imaginaba la infinita composición de hilos trenzados. Cerró los ojos un
momento y acopió todas las fuerzas que tenía para levantarse de la cama y
comenzar a vestirse.
-¿Te vas tan pronto?
-Tú deberías hacer lo mismo. Andrea se va a preocupar.
-Está trabajando y no tiene tiempo ni de preocuparse, ¿no te
lo ha dicho cuando hablas con ella?
-Sí claro… siempre se queja de que tiene mucho trabajo.
Como siempre que algo le causaba disgusto, Ana salió
corriendo. Estiró el brazo para tomar la bolsa que había dejado con premura en
la cómoda, buscó las llaves del coche en el fondo y se despidió de Luis
agitando la mano.
Bajó las escaleras, subió al coche y lo puso en marcha.
Mientras buscaba a tientas el lápiz labial dentro de la
bolsa mantenía fija la mirada en los limpiadores del parabrisas y recordaba
cómo había empezado la ceremonia que repetía año con año desde hacía casi
siete: Fue en la primera cena de navidad en la que habían estado juntos. Cuando
se conocieron, los dos eran recién casados. Tenían la misma edad. Eran de la
misma generación y habían estudiado lo mismo, en la misma escuela, pero nunca
coincidieron en ninguna materia. Se conocieron en la antesala para una
entrevista de trabajo y fue que descubrieron con curiosidad que nunca antes se
habían visto. Después los dos entraron a trabajar a la misma empresa, en
oficinas que estaban una frente a la otra en el mismo pasillo. Al cabo de pocos
meses comenzaron a frecuentarse en citas dobles y las dos parejas desarrollaron
una sincera amistad.
Fue hasta aquel primer festejo navideño, en un salón
costosísimo que pagaba la empresa, que Luis lucía desesperado y no dejaba de
mirar el celular. Ana lo miraba y le hacía una mueca que intentaba ser
comprensiva para luego intentar cambiar el tema. Después de un par de horas de
mirar el teléfono cada tres minutos y medio Luis decidió llamar a su esposa.
Después de contestar: sí… no…. Entiendo… no te preocupes, no
hay problema, me avisas. Colgó. Miró a Ana, levantó el vaso y con un arranque
de ironía espetó:
-Andrea saldrá tarde otra vez… ¡salud!
Acto seguido le preguntó a Ana:
-¿Quieres bailar?
Ella se negó, pero Luis insistente se acercó y le dijo:
evítate el ridículo que harás si me levanto y te tiendo la mano… todos te
alentarán a que bailes conmigo.
Tras un suspiro largo Ana se levantó y se dirigió a la
pista…
Lo siguiente que recordaría de las dos horas siguientes era
un estado de aletargamiento. Determinó en ese momento que así se sentía la
felicidad. A ratos se reprendía por los pensamientos de felicidad extrema, pero
a ratos se justificaba por la falta de atención de Felipe, que siempre vivía
como omitido del resto del universo y cuando hablaba con Ana era para quejarse
de lo mal que iba su pequeña empresa productora de empaques, de los problemas
que ocasionaban sus hermanos con sus constantes riñas y disputas o de lo
emocionado que estaba por el disco o el concierto de ese género de música que
ella detestaba.
Tanto a Luis como a Ana les hacían frecuentes comentarios
acerca de “lo que traían”. Nunca faltó quien les dijo que era evidente que
ellos eran más que amigos, o la pregunta indiscreta sobre qué tal era el otro
en la cama. Uno y otro contestaban siempre lo mismo: “LOSDOSESTAMOSCASADOS-SÓLOSOMOSAMIGOS”,
y salían huyendo al otro lado.
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Volvió en sí cuando descubrió que Luis tocaba en el cristal
del coche y le hacía señas para que se fuera.
Asintió con la cabeza y levantó la palma de la mano en señal
de despedida.
Avanzó un poco en el coche y se detuvo de pronto. Un
automovilista le mentó la madre.
Abrió la puerta, bajó del coche y gritó:
-Luiiiiiiiiiiiiiis
Él volteó, sonrió y preguntó imitándola: -¿quéeeeeeeeeeeeee?
-Ella disimuló la sonrisa de juego cómplice y contestó a
gritos: -Teeeeeeee veooooooo mañaaaaaaanaaaaaaaaaaaa
Ambos sonrieron, subieron a sus autos y se fueron.
Algunos meses después los papás de Luis fallecieron,
haciéndolo heredero único de todos los bienes que poseían. Lo que más valoraba
era la casa en la que vivió su infancia porque tenía un gran jardín, una
biblioteca enorme y aunque estaba en una calle muy cercana al centro de la
ciudad, la construcción era perfecta, de modo que nunca se oía el exterior.
El primer encuentro que tuvieron fue unos días después del
velorio de los papás de Luis al salir del trabajo. Ana se acercó a preguntarle
cómo estaba y él sin pensarlo dos veces le pidió que lo acompañara por unos
libros. Ella que no tenía nada mejor que hacer decidió ir con él. Entraron
riendo y cruzaron el pasillo largo que daba a la biblioteca en la planta baja.
Ella iba adelante, caminaba despacio para no caerse por los escalones y desniveles
desconocidos cuando él se acercó decidido a su nuca y la rodeó con sus brazos.
Ana se estremeció y sintió una descarga eléctrica que le recorría los pies, el
interior de los muslos y el pubis. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás
buscándolo hasta que dio con su boca.
Cuando terminaron había una completa quietud. Ella empezó a
lucir preocupada y le dijo que lo único que no quería era que se alejaran. Él
le dijo que eso no sucedería.
La llevó a su casa. Aún no llegaba Felipe. Se bañó y se fue
a la cama con una sonrisa.
Aunque siempre pensó que era incapaz de traicionar a
alguien, se justificaba porque Felipe nunca estaba. Lo mismo pasaba con Luis y
Andrea.
Luis y Ana siguieron repitiendo los encuentros una vez a la
semana durante un total de doscientas cincuenta y un semanas hasta la última
vez, que cuando Ana se despidió de Luis le dio un beso en la frente y le dijo
algo que hacía años no le decía.
-Te quiero mucho.
Al día siguiente Luis llegaba como siempre con el café para
Ana. Dejó el vaso en el escritorio y
miró desconcertado el reloj.
Se acercó Celina y sin pensarlo dos veces le dijo:
-Hasta el día de hoy les creo que no eran más que amigos.
¿No te dijo que renunció?
Luis titubeó y contestó apresurado: ¡es verdad… qué distraído!
Sacó el teléfono y recordó la horrible sensación de aquella
fiesta de navidad en la que esperaba con ansias alguna noticia de su esposa. Suspiró,
guardó el celular y encendió la computadora.