viernes, 19 de julio de 2013

Funcional

Se dejó caer en la cama. Su cuerpo flotó liviano hasta tocar el colchón. Suspiró de satisfacción.
-¿Por qué lo nuestro no funciona?
-Porque no queremos que funcione.
Ella volteó a verlo y decidió que no iba a decirle lo que creía: que él tuvo miedo. En cambio, decidió enfocar su atención en los hilos azules de la costosa sábana azul con la que se cubría. Veía el entramado de las fibras y se imaginaba la infinita composición de hilos trenzados. Cerró los ojos un momento y acopió todas las fuerzas que tenía para levantarse de la cama y comenzar a vestirse.
-¿Te vas tan pronto?
-Tú deberías hacer lo mismo. Andrea se va a preocupar.
-Está trabajando y no tiene tiempo ni de preocuparse, ¿no te lo ha dicho cuando hablas con ella?
-Sí claro… siempre se queja de que tiene mucho trabajo.
Como siempre que algo le causaba disgusto, Ana salió corriendo. Estiró el brazo para tomar la bolsa que había dejado con premura en la cómoda, buscó las llaves del coche en el fondo y se despidió de Luis agitando la mano.
Bajó las escaleras, subió al coche y lo puso en marcha.
Mientras buscaba a tientas el lápiz labial dentro de la bolsa mantenía fija la mirada en los limpiadores del parabrisas y recordaba cómo había empezado la ceremonia que repetía año con año desde hacía casi siete: Fue en la primera cena de navidad en la que habían estado juntos. Cuando se conocieron, los dos eran recién casados. Tenían la misma edad. Eran de la misma generación y habían estudiado lo mismo, en la misma escuela, pero nunca coincidieron en ninguna materia. Se conocieron en la antesala para una entrevista de trabajo y fue que descubrieron con curiosidad que nunca antes se habían visto. Después los dos entraron a trabajar a la misma empresa, en oficinas que estaban una frente a la otra en el mismo pasillo. Al cabo de pocos meses comenzaron a frecuentarse en citas dobles y las dos parejas desarrollaron una sincera amistad.
Fue hasta aquel primer festejo navideño, en un salón costosísimo que pagaba la empresa, que Luis lucía desesperado y no dejaba de mirar el celular. Ana lo miraba y le hacía una mueca que intentaba ser comprensiva para luego intentar cambiar el tema. Después de un par de horas de mirar el teléfono cada tres minutos y medio Luis decidió llamar a su esposa.
Después de contestar: sí… no…. Entiendo… no te preocupes, no hay problema, me avisas. Colgó. Miró a Ana, levantó el vaso y con un arranque de ironía espetó:
-Andrea saldrá tarde otra vez… ¡salud!
Acto seguido le preguntó a Ana:
-¿Quieres bailar?
Ella se negó, pero Luis insistente se acercó y le dijo: evítate el ridículo que harás si me levanto y te tiendo la mano… todos te alentarán a que bailes conmigo.
Tras un suspiro largo Ana se levantó y se dirigió a la pista…
Lo siguiente que recordaría de las dos horas siguientes era un estado de aletargamiento. Determinó en ese momento que así se sentía la felicidad. A ratos se reprendía por los pensamientos de felicidad extrema, pero a ratos se justificaba por la falta de atención de Felipe, que siempre vivía como omitido del resto del universo y cuando hablaba con Ana era para quejarse de lo mal que iba su pequeña empresa productora de empaques, de los problemas que ocasionaban sus hermanos con sus constantes riñas y disputas o de lo emocionado que estaba por el disco o el concierto de ese género de música que ella detestaba.
Tanto a Luis como a Ana les hacían frecuentes comentarios acerca de “lo que traían”. Nunca faltó quien les dijo que era evidente que ellos eran más que amigos, o la pregunta indiscreta sobre qué tal era el otro en la cama. Uno y otro contestaban siempre lo mismo: “LOSDOSESTAMOSCASADOS-SÓLOSOMOSAMIGOS”, y salían huyendo al otro lado.
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Volvió en sí cuando descubrió que Luis tocaba en el cristal del coche y le hacía señas para que se fuera.
Asintió con la cabeza y levantó la palma de la mano en señal de despedida.
Avanzó un poco en el coche y se detuvo de pronto. Un automovilista le mentó la madre.
Abrió la puerta, bajó del coche y gritó:
-Luiiiiiiiiiiiiiis
Él volteó, sonrió y preguntó imitándola: -¿quéeeeeeeeeeeeee?
-Ella disimuló la sonrisa de juego cómplice y contestó a gritos: -Teeeeeeee veooooooo mañaaaaaaanaaaaaaaaaaaa
Ambos sonrieron, subieron a sus autos y se fueron.
Algunos meses después los papás de Luis fallecieron, haciéndolo heredero único de todos los bienes que poseían. Lo que más valoraba era la casa en la que vivió su infancia porque tenía un gran jardín, una biblioteca enorme y aunque estaba en una calle muy cercana al centro de la ciudad, la construcción era perfecta, de modo que nunca se oía el exterior.
El primer encuentro que tuvieron fue unos días después del velorio de los papás de Luis al salir del trabajo. Ana se acercó a preguntarle cómo estaba y él sin pensarlo dos veces le pidió que lo acompañara por unos libros. Ella que no tenía nada mejor que hacer decidió ir con él. Entraron riendo y cruzaron el pasillo largo que daba a la biblioteca en la planta baja. Ella iba adelante, caminaba despacio para no caerse por los escalones y desniveles desconocidos cuando él se acercó decidido a su nuca y la rodeó con sus brazos. Ana se estremeció y sintió una descarga eléctrica que le recorría los pies, el interior de los muslos y el pubis. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás buscándolo hasta que dio con su boca.
Cuando terminaron había una completa quietud. Ella empezó a lucir preocupada y le dijo que lo único que no quería era que se alejaran. Él le dijo que eso no sucedería.
La llevó a su casa. Aún no llegaba Felipe. Se bañó y se fue a la cama con una sonrisa.
Aunque siempre pensó que era incapaz de traicionar a alguien, se justificaba porque Felipe nunca estaba. Lo mismo pasaba con Luis y Andrea.
Luis y Ana siguieron repitiendo los encuentros una vez a la semana durante un total de doscientas cincuenta y un semanas hasta la última vez, que cuando Ana se despidió de Luis le dio un beso en la frente y le dijo algo que hacía años no le decía.
-Te quiero mucho.
Al día siguiente Luis llegaba como siempre con el café para Ana. Dejó el  vaso en el escritorio y miró desconcertado el reloj.
Se acercó Celina y sin pensarlo dos veces le dijo:
-Hasta el día de hoy les creo que no eran más que amigos. ¿No te dijo que renunció?
Luis titubeó y contestó apresurado: ¡es verdad… qué distraído!

Sacó el teléfono y recordó la horrible sensación de aquella fiesta de navidad en la que esperaba con ansias alguna noticia de su esposa. Suspiró, guardó el celular y encendió la computadora.

martes, 9 de julio de 2013

Memoria olfativa

Cuando leyó el libro "El perfume" quedó fascinada con la descripción del personaje porque se identificaba con él. Había gente que le molestaba por su olor, y unos más con los que sentía que la temperatura le subía cuando se acercaban a ella y percibía el aroma de su loción mezclado con su humor particular; cuando cocinaba, lo que más le gustaba era la mezcla de olores que emanaban las cacerolas y los sartenes, y esa era la razón por la que tenía macetas con manzanilla, hierbabuena, albahaca, tomillo, romero y orégano cerca de la ventana.
Recordaba exactamente el perfume favorito de papá, que olía a maderas y hierba, y detestaba el perfume de mamá, que le picaba en la nariz y le dejaba una extraña sensación en la garganta.

Cuando se enamoró por primera vez lo hizo del aroma de la piel de Ramón, a cítricos y miel, años después conoció a Santiago y no pudo dejar de pensar en su olor a cedrón, pero el olor que más le gustaba de todos era el de Felipe, que olía a una mezcla de agua de lluvia, con pasto y agua de mar.

Como todos los sabores y olores, la esencia olfatoria de Felipe la llegaba a hostigar. Entonces es que pasaba más tiempo con Carlos, que tenía un olor que le resultaba distractor. Procuraba acercarse lentamente cuando lo saludaba para percibir el mayor tiempo que pudiera su a tierra mojada y a nubes a punto de soltar un aguacero.

Él se quedaba quieto y permanecía unos segundos abrazándola, clavando la nariz cerca de su cuello perfumado a flores. En esos instantes se preguntaba cómo cambiarían los aromas de su piel en distintas horas del día. Siempre temía percibir un aliento metálico por la mañana o una esencia fétida emanada por la piel en alguna hora de madrugada, por lo que prefería los encuentros fugaces de tiempos limitados o en el último de los casos, la graciosa huida sin temor por averiguar si aquello acabaría oliendo a pastel recién horneado o a líquido sulfuroso procedente del mismísimo infierno.

Siempre que se encontraba en una situación peligrosa con Olga terminaba corriendo con cualquier pretexto, ella lo notaba y se quedaba con el estómago revuelto y las ansias recorriéndole la espalda.

Aquella noche estaban en una reunión en la que se festejaba el cumpleaños de un amigo que tenían en común. Se habían visto al entrar y se saludaron de lejos hasta que después de un rato estaban cerca y se hicieron una mueca de reconocimiento. Olga dio dos pasos hasta quedar con la mano extendida cerca de su antebrazo.

Se fue la luz y todo quedó en penumbras.

Las voces de los asistentes no se hicieron esperar. Entre risas y silbidos alguien sacó un encendedor  y otros más buscaron rápidamente las pantallas de los celulares para alumbrar un poco.

La luz regresó a la habitación. Carlos y Olga habían desaparecido.